jueves, 22 de agosto de 2013

Luis Fernando Lizarza

Conocí a Luis Fernando Lizarza en el tren preTGV y pre casi cualquier cosa que unía París y El Mediterráneo el 17 de enero de 1977. De aquel día recuerdo que gobernaba Giscard, hacía un frío de cojones y que anduve tres horas bajo la nieve la distancia entre mi apartamento y La Gare du Lyon: tenía que decidir entre el metro y un café con leche y salió cara.

Todavía no tengo del todo claro por qué me empeñé en viajar a Marsella con los últimos francos que me quedaban, pero llevaba cerca de un año en París siguiendo los pasos de Cortázar, y mi único logro como escritor había sido publicar uno de mis peores cuentos en una antología dedicada a autores jóvenes sudamericanos que hizo la Editorial Pont Neuf. Supongo que fue la desesperación la que pagó los 100 francos del billete y me puso en aquel tren.

Recuerdo que fue Luis Fernando el que se dirigió a mí en un perfecto uruguayo, como perfectos eran su letón, su extremeño o su raya en los pantalones. Me había oído maldecir mi mala suerte en voz alta durante la primera hora de viaje, así que más por pena que simpatía se presentó en mi idioma, me dijo que me callara de una puñetera vez y empezó a contarme la historia la de su vida.

Como si de un mal escritor se tratara empezó por el principio. Sostenía Lizarza que el estallido de la Segunda Guerra Mundial le había pillado en un viaje por el Norte de Inglaterra, aunque sobre qué hacía allí o de dónde venía me dijo que no hablaría, que no eran relevantes para la historia. Lo que si me contó fue que en menos de un mes estaba trabajando para la pequeña sección de español de la  BBC. Grababa cuñas sobre la situación de la guerra que serían radiadas en emisoras de toda Sudamérica. En apenas un mes, era capaz de dominar todos los acentos del continente observando los matices propios de cada país. Podía, según me dijo, disertar sobre los 34 tonos del castellano que se usaban en Honduras, o sobre las diferencias de nuestro idioma a ambos lados del Río de la Plata.

Acabada la Guerra y con ella los muertos, los tiranos enanos y acomplejados y la propaganda pagada con fondos públicos; dio un doble giro a su carrera y empezó a grabar comerciales en inglés. Estuvo cerca de seis años viajando por el país haciendo anuncios para emisoras locales. Con la misma eficiencia que había mostrado para el castellano, en breve su voz empezó a recoger los acentos del Norte de Inglaterra, de Londres e incluso podía ser tan incompresible como un escocés. Me prometeió que nunca llegó a dominar más idioma que el español y que jamás le habían interesado las palabras sino la música que éstas interpretan al unirse. Me aseguró que un idioma es ante todo música y que la armonía que muestra define al pueblo que lo habla. Por eso, me confesó con cierta emoción, odiaba a los alemanes y a los eslavos, y sobre todas las cosas amaba Francia

jueves, 8 de agosto de 2013

Catapulta


Será por el viento del Este, que aquí sopla especialmente eléctrico o, como cuenta el Tio Ramón, porque a su padre lo engendró un soldado moro de Franco después de violar a la bisabuela Carmen durante cinco días; el caso es que en este país, donde se va imponiendo la vulgar costumbre venida del Norte de la consecución de fines útiles, y las cosas se hacen por deber o chulería, a nosotros nos gustan las comedias, los artificios que no sirven para nada y de los que todos hablan.

Una de ellas fue la idea de mi madre de instalar una catapulta de tensión en la terraza de la casa de su hermana. A mi tía Julia le desconcertó la idea. Le señaló a mi madre que el mecanismo de tensión hace años que se descartó por procesos más eficientes, y aunque se esforzó en convencerla para que abrazara el proceso de torsión, mi madre zanjó el debate despreciándolo como un invento de extranjeros impíos.

Para aliviar la tristeza que siempre sacude a los pueblos del interior, empezamos la construcción un domingo por la tarde. Aunque nunca nos ha preocupado lo que piensen los vecinos, era evidente que los pocos ojos que miraban entre las persianas, más por escapar del tedio que por interés en las armas clásicas, suponían que íbamos a levantar un piso más para agrandar la casa. El primero en sorprenderse fue Rodrigo "el Chasca" que vino a preguntar para qué instalábamos semejante estructura. Fue despachado con la lógica indiferencia con la que se debe tratar a los viejos.

Cinco de mis primas, guiadas por mi Tio Eustaquio, que estaba empeñado en que la presencia de la catapulta debía ser aderezada con estética romana, se reunieron en un rincón del jardín y comenzaron a ensayar los cánticos vestales. Mi prima Conchi, que es fea, sería la virgen a sacrificar.

De entre las persianas los vecinos pasaron a amontonarse en la calle, pero nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y los ejes de las ruedas. El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivas ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás continuamos trabajando guiados por mi padre, prejubilado de banca, que andaba al mismo tiempo consultando antiguos bocetos de Arquímedes. Su idea consistía en fabricar la cuchara con madera de fresno, por ser  resistente, flexible y no encontrarse en nuestras latitudes, y es que no sólo en los objetivos, también en los procedimientos hacíamos el gilipollas. Para complacerlo, mi hermano Matías se fue con la camioneta a talar el único ejemplar de la provincia al jardín botánico de la capital.

A la curiosidad del vecindario siguió la natural desconfianza de nuestras autoridades. El mismo lunes, justo después de comer y mientras descargábamos el fresno alóctono que había traído mi hermano, el alcalde se personó en el lugar acompañado por el secretario-interventor y la alguacil. Pretendía informarnos de que en el Plan de Ordenación Municipal, además redefinir como urbano un campo de almendros que aún poseía su suegro ya fallecido, se impedía la construcción de una tercera altura, fuera esta, y cito literal, "vivienda, cobertizo, cámara o catapulta" ( fin de la cita).

A la desolación con que fue recibida la noticia entre la familia y parte del vecindario, que empezaban a verse más protegidos de los inexistentes ataques exteriores, mi padre reacciono rápido y propuso aprovechar la plataforma para construir un patíbulo, erigiendo la horca sobre el tronco de fresno recién traído. La propuesta que en un principio solo cosechó murmullos, fue poco después entendida por todos como la mejor solución. Excepto por mi madre claro, que no le habla desde entonces.