Conocí a Luis Fernando Lizarza en el tren preTGV y pre casi
cualquier cosa que unía París y El Mediterráneo el 17 de enero de 1977. De
aquel día recuerdo que gobernaba Giscard, hacía un frío de cojones y que anduve
tres horas bajo la nieve la distancia entre mi apartamento y La Gare du
Lyon: tenía que decidir entre el metro y un café con leche y salió cara.
Todavía no tengo del todo claro por qué me empeñé en viajar a Marsella con
los últimos francos que me quedaban, pero llevaba cerca de un año en París
siguiendo los pasos de Cortázar, y mi único logro como escritor había sido
publicar uno de mis peores cuentos en una antología dedicada a autores jóvenes
sudamericanos que hizo la Editorial Pont Neuf. Supongo que fue la desesperación
la que pagó los 100 francos del billete y me puso en aquel tren.
Recuerdo que fue Luis Fernando el que se dirigió a mí en un perfecto
uruguayo, como perfectos eran su letón, su extremeño o su raya en los
pantalones. Me había oído maldecir mi mala suerte en voz alta durante la
primera hora de viaje, así que más por pena que simpatía se presentó en mi
idioma, me dijo que me callara de una puñetera vez y empezó a contarme la
historia la de su vida.
Como si de un mal escritor se tratara empezó por el principio. Sostenía
Lizarza que el estallido de la Segunda Guerra Mundial le había pillado en un
viaje por el Norte de Inglaterra, aunque sobre qué hacía allí o de dónde venía
me dijo que no hablaría, que no eran relevantes para la historia. Lo que si me
contó fue que en menos de un mes estaba trabajando para la pequeña sección de
español de la BBC. Grababa cuñas sobre la situación de la guerra que
serían radiadas en emisoras de toda Sudamérica. En apenas un mes, era capaz de
dominar todos los acentos del continente observando los matices propios de cada
país. Podía, según me dijo, disertar sobre los 34 tonos del castellano que se
usaban en Honduras, o sobre las diferencias de nuestro idioma a ambos lados del
Río de la Plata.