jueves, 8 de agosto de 2013
Catapulta
Será por el viento del Este, que aquí sopla especialmente eléctrico o, como cuenta el Tio Ramón, porque a su padre lo engendró un soldado moro de Franco después de violar a la bisabuela Carmen durante cinco días; el caso es que en este país, donde se va imponiendo la vulgar costumbre venida del Norte de la consecución de fines útiles, y las cosas se hacen por deber o chulería, a nosotros nos gustan las comedias, los artificios que no sirven para nada y de los que todos hablan.
Una de ellas fue la idea de mi madre de instalar una catapulta de tensión en la terraza de la casa de su hermana. A mi tía Julia le desconcertó la idea. Le señaló a mi madre que el mecanismo de tensión hace años que se descartó por procesos más eficientes, y aunque se esforzó en convencerla para que abrazara el proceso de torsión, mi madre zanjó el debate despreciándolo como un invento de extranjeros impíos.
Para aliviar la tristeza que siempre sacude a los pueblos del interior, empezamos la construcción un domingo por la tarde. Aunque nunca nos ha preocupado lo que piensen los vecinos, era evidente que los pocos ojos que miraban entre las persianas, más por escapar del tedio que por interés en las armas clásicas, suponían que íbamos a levantar un piso más para agrandar la casa. El primero en sorprenderse fue Rodrigo "el Chasca" que vino a preguntar para qué instalábamos semejante estructura. Fue despachado con la lógica indiferencia con la que se debe tratar a los viejos.
Cinco de mis primas, guiadas por mi Tio Eustaquio, que estaba empeñado en que la presencia de la catapulta debía ser aderezada con estética romana, se reunieron en un rincón del jardín y comenzaron a ensayar los cánticos vestales. Mi prima Conchi, que es fea, sería la virgen a sacrificar.
De entre las persianas los vecinos pasaron a amontonarse en la calle, pero nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y los ejes de las ruedas. El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivas ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás continuamos trabajando guiados por mi padre, prejubilado de banca, que andaba al mismo tiempo consultando antiguos bocetos de Arquímedes. Su idea consistía en fabricar la cuchara con madera de fresno, por ser resistente, flexible y no encontrarse en nuestras latitudes, y es que no sólo en los objetivos, también en los procedimientos hacíamos el gilipollas. Para complacerlo, mi hermano Matías se fue con la camioneta a talar el único ejemplar de la provincia al jardín botánico de la capital.
A la curiosidad del vecindario siguió la natural desconfianza de nuestras autoridades. El mismo lunes, justo después de comer y mientras descargábamos el fresno alóctono que había traído mi hermano, el alcalde se personó en el lugar acompañado por el secretario-interventor y la alguacil. Pretendía informarnos de que en el Plan de Ordenación Municipal, además redefinir como urbano un campo de almendros que aún poseía su suegro ya fallecido, se impedía la construcción de una tercera altura, fuera esta, y cito literal, "vivienda, cobertizo, cámara o catapulta" ( fin de la cita).
A la desolación con que fue recibida la noticia entre la familia y parte del vecindario, que empezaban a verse más protegidos de los inexistentes ataques exteriores, mi padre reacciono rápido y propuso aprovechar la plataforma para construir un patíbulo, erigiendo la horca sobre el tronco de fresno recién traído. La propuesta que en un principio solo cosechó murmullos, fue poco después entendida por todos como la mejor solución. Excepto por mi madre claro, que no le habla desde entonces.
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