¿Nepotismo? Pamplinas. Aquello fue envidia.
No pudieron soportar los aires renovadores que mi tío
Epifanio quiso dar a la Educación de la Provincia. Fue un adelantado a su
tiempo, un auténtico visionario que tuvo la desgracia de vivir cien años antes de tiempo
Para empezar acabamos con la pléyade de apellidos que se
daban en la Delegación Provincial. Los Amorebieta sustituimos a los plebeyos
Pérez, Hernández… Cómo se llenaba la gente la boca cuando pedían audiencia con
el Señor Amorebieta: uno no tenía menos que ponerse el traje de los domingos
para estar en consonancia con tan distinguido patronímico.
Y qué decir de las innovaciones administrativas que trajimos
a los diferentes departamentos. Sin ir más lejos, mi padre, hombre de pocas
palabras y menos letras, que además de ocupar el difícil cargo de hermano mayor
del Tío Epifanio, tuvo en suerte ostentar la jefatura de la inspección
educativa provincial. Su más sobresaliente medida fue la de ordenar que los
inspectores a su cargo usaran americana roja o verde según trabajasen a
Norte o Sur de la provincia. Además debían llevar pantalones azules los días que
visitaran colegios y morados cuando tocaran institutos de secundaria. Los
viernes, reservados para la preceptiva reunión de coordinación, era imperativo
el esmoquin negro con pajarita galáctica.
O mi abuela Graciana, que al frente del Registro General,
invitaba a un buñuelo de crema a todo aquel que tuviera que compulsar más de diez
documentos, tarea ésta que ejecutaba con gran rapidez pues su ceguera le
libraba de la engorrosa labor de tener que andar cotejando papeles.
Pero quiso Dios (así llamábamos al Tío Epifanio en la
intimidad) que la tarea más ingrata y complicada recayera sobre los hombros de
quien esto escribe. Yo, que apenas había terminado La FP, me puse al frente de
todo el personal docente de la provincia.
De mi breve paso por las aulas había aprendido dos cosas: a
abrir botellas de cerveza con las nalgas y que los profesores son sin duda el
gremio más pagado de sí mismo de cuantos pueblan este mundo. Así que, una vez
usada la primera para acabar con la sed de mis compañeros de oficina, me
propuse finiquitar también con en engreimiento de los docentes.
Desde el primero día del mes siguiente, ordené que todo el
personal adscrito a un centro debía mudarse a un cobertizo erigido para tal fin
en sus inmediaciones. La construcción de este nuevo edificio correría a cargo
de los profesores y sus familias. Por supuesto estarían prohibidas todas las
comodidades de la vida moderna: calefacción, agua corriente, jabón
desparasitario, inyección antitetánica….
Pero la habitual resistencia al cambio y al afán de
conservar unos privilegios inmerecidos, movilizó a esos insectos despreciables.
Al día siguiente de la promulgación de la “Orden
para la Mejora de la Aptitud Docente” una turba canallesca rodeó la
Delegación al grito de “Amorebieta no nos
bajamos la bragueta”. Dos días después éramos portada de todos los diarios
de tirada nacional.
La proverbial cobardía de la casta política de este país
hizo el resto. El ministro, incapaz de ver las bondades de las reformas que los
Amorebieta habíamos puesto en marcha, firmó el cese de mi tío y con él, del
resto del clan.
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