martes, 23 de julio de 2013

Llegada a Catorce

Nada más bajar de la nave, y tras pasar el desagradable proceso de adaptación a la atmosfera y gravedad de Catorce,  la comitiva de recepción encabezada por un subsecretario me llevó a visitar lo que ellos querían que conociera sobre el espacio físico, económico y social de su región.

La primera impresión que me llevé de los centrones, que son la especie que domina esta zona de Catorce, es que son gente extremadamente reservada. Los tres guías que me acompañaban se limitaban a describir de manera mecánica los paisajes por los que pasábamos: ninguna anécdota, ninguna evocación de recuerdos de infancia al atravesar lugares tan cotidianos para ellos. Pero esa careta germánica se evaporaba cuando me quedaba a solas con alguno de ellos. En ese momento, y sin que mediara una excusa convincente, me convertía en psicoanalista interplanetario.

En las dos semanas siguientes que pasé en compañía de centrones, pude matizar mi impresión inicial y descubrir que eran seres cultos, que amaban a los niños, los amaneceres en la playa y colgar banderitas en la calle los días de fiesta.

Pero mi misión allí no era hacer un retrato etnográfico. Mis superiores en la Tierra querían que recabara información sobre su organización política y sus instituciones y sobre los procesos de selección de sus líderes. En cuanto a la organización formal del Estado, encontré pocos aspectos originales en las líneas maestras del sistema: democracia representativa y sufragio universal. Fue en elementos más pequeños, casi folklóricos, donde me llevé alguna sorpresa, como en la costumbre de ir desnudos en las sesiones del parlamento, o que, como símbolo de fertilidad y abundancia, una vaca fuera el primer ser en acceder a la Cámara de Representantes al inicio de cada legislatura.

Me causó más inquietud la actitud que demostraban antes su dirigentes. Ante cualquier pregunta que formulaba sobre sus líderes me respondían con la más brutal de las indiferencias. Hablaban del jefe del gobierno como del pescadero de la esquina. En ninguno de mis interlocutores encontré el odio o el mesianismo con que los terrestres nos acercamos a nuestros políticos.

Encontrar la  respuesta a esta misteriosa indiferencia fue lo que me llevó a aceptar la invitación a cenar del prefecto de la Región Oriental. A esta cena acudirían varios de sus consejeros, además de diversos intelectuales y periodistas locales. Durante los aperitivos me esforcé por acercarme a algún director de periódico, confiado en que me descubriría alguna corruptela de uno de sus políticos. En este punto debo aclarar que los rotativos en Catorce no se clasifican según su ubicación ideológica, categoría ésta que no es desconocida para los centrones, sino según la fidelidad a uno u otro gremio. Así, el periódico más leído en la Región Oriental, de los tres con que cuenta, es el Heraldo del Este, fundado hace más de trescientos años por los alfareros locales.

De esta forma, y gracias a mi intérprete, puede conversar durante unos minutos con el director del periódico de los Torneros. Pese a que le formulé mis intenciones de manera bastante indirecta, no quería ser descortés, entendió inmediatamente lo que quería saber y, con la misma indiferencia que había escuchado hasta ahora, me desveló la red de comisiones que el prefecto había heredado, y mejorado, de su antecesor. Me comentó que todo el mundo conocía aquello pero que en ni en sus leyes ni en sus diccionarios aparecía la palabra corrupción.

Extrañado por mi asombro me preguntó si el proceder del prefecto no era la norma en La Tierra. No pude menos que decirle que sí, que había conocido cientos de casos como el que me había descrito, pero que las leyes los perseguían y la gente los censuraba.


Qué extraños son ustedes, me dijo.

lunes, 8 de julio de 2013

Vecinos

La enemistad venía de lejos, tanto que del abuelo Jordi escuché no menos de tres versiones, a veces en el mismo día. Mi padre era más ponderado y de sus labios no salía otra historia que la de la vaca de los Monturiol. Parece ser que el animal se comió una parra que se elevaba junto al viejo pino de la entrada. No sé, pero creo que por tonterías como esa siempre odié a mi padre.

Nuca tuve valor para preguntarle a mi madre, era demasiado primaria para explicar por qué había que odiar a los vecios. Niño esa gente es mala.

Creo que la clave me la dio la abuela Montserrat cuando me dijo que nosotros guardábamos mejor las tristezas.

Me dio por pensar que los frascos del sótano no estaban llenos de melocotones o peras en almíbar, sino de muertes de niños prematuros o de cosechas devastadas por el granizo hervidos al baño maría para sacarles el aire. Me imaginé a la bisabuela Julia colocando en una orza el incendio de la casa embadurnado en pringue.


Y mientras, ellos, la mala gente, esos incapaces que teníamos por vecinos, dejaban los desastres pulular libremente por su finca. Les importaba un rábano tanto que se acercaran a la fresquera y arrasaran con los víveres del mes, o a la puerta de la valla, siempre abierta, y se escaparan para no volver.