Nada más bajar de la nave, y tras pasar el desagradable
proceso de adaptación a la atmosfera y gravedad de Catorce, la comitiva de recepción encabezada por un
subsecretario me llevó a visitar lo que ellos querían que conociera sobre el
espacio físico, económico y social de su región.
La primera impresión que me llevé de los centrones, que son
la especie que domina esta zona de Catorce, es que son gente extremadamente
reservada. Los tres guías que me acompañaban se limitaban a describir de manera
mecánica los paisajes por los que pasábamos: ninguna anécdota, ninguna
evocación de recuerdos de infancia al atravesar lugares tan cotidianos para
ellos. Pero esa careta germánica se evaporaba cuando me quedaba a solas con
alguno de ellos. En ese momento, y sin que mediara una excusa convincente, me
convertía en psicoanalista interplanetario.
En las dos semanas siguientes que pasé en compañía de
centrones, pude matizar mi impresión inicial y descubrir que eran seres cultos,
que amaban a los niños, los amaneceres en la playa y colgar banderitas en la
calle los días de fiesta.
Pero mi misión allí no era hacer un retrato etnográfico. Mis
superiores en la Tierra querían que recabara información sobre su organización
política y sus instituciones y sobre los procesos de selección de sus
líderes. En cuanto a la organización formal del Estado, encontré pocos aspectos
originales en las líneas maestras del sistema: democracia representativa y
sufragio universal. Fue en elementos más pequeños, casi folklóricos, donde me
llevé alguna sorpresa, como en la costumbre de ir desnudos en las sesiones del
parlamento, o que, como símbolo de fertilidad y abundancia, una vaca fuera el
primer ser en acceder a la Cámara de Representantes al inicio de cada legislatura.
Me causó más inquietud la actitud que demostraban antes su
dirigentes. Ante cualquier pregunta que formulaba sobre sus líderes me respondían con la más
brutal de las indiferencias. Hablaban del jefe del gobierno como del pescadero
de la esquina. En ninguno de mis interlocutores encontré el odio o el
mesianismo con que los terrestres nos acercamos a nuestros políticos.
Encontrar la respuesta a esta misteriosa indiferencia fue
lo que me llevó a aceptar la invitación a cenar del prefecto de la Región
Oriental. A esta cena acudirían varios de sus consejeros, además de diversos
intelectuales y periodistas locales. Durante los aperitivos me esforcé por
acercarme a algún director de periódico, confiado en que me descubriría alguna
corruptela de uno de sus políticos. En este punto debo aclarar que los
rotativos en Catorce no se clasifican según su ubicación ideológica, categoría
ésta que no es desconocida para los centrones, sino según la fidelidad a uno u
otro gremio. Así, el periódico más leído en la Región Oriental, de los tres con
que cuenta, es el Heraldo del Este, fundado hace más de trescientos años por
los alfareros locales.
De esta forma, y gracias a mi intérprete, puede conversar
durante unos minutos con el director del periódico de los Torneros. Pese a que
le formulé mis intenciones de manera bastante indirecta, no quería ser
descortés, entendió inmediatamente lo que quería saber y, con la misma
indiferencia que había escuchado hasta ahora, me desveló la red de comisiones que
el prefecto había heredado, y mejorado, de su antecesor. Me comentó que todo el
mundo conocía aquello pero que en ni en sus leyes ni en sus
diccionarios aparecía la palabra corrupción.
Extrañado por mi asombro me preguntó si el proceder del
prefecto no era la norma en La Tierra. No pude menos que decirle que sí, que había
conocido cientos de casos como el que me había descrito, pero que las leyes los
perseguían y la gente los censuraba.
Qué extraños son ustedes, me dijo.
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