lunes, 8 de julio de 2013

Vecinos

La enemistad venía de lejos, tanto que del abuelo Jordi escuché no menos de tres versiones, a veces en el mismo día. Mi padre era más ponderado y de sus labios no salía otra historia que la de la vaca de los Monturiol. Parece ser que el animal se comió una parra que se elevaba junto al viejo pino de la entrada. No sé, pero creo que por tonterías como esa siempre odié a mi padre.

Nuca tuve valor para preguntarle a mi madre, era demasiado primaria para explicar por qué había que odiar a los vecios. Niño esa gente es mala.

Creo que la clave me la dio la abuela Montserrat cuando me dijo que nosotros guardábamos mejor las tristezas.

Me dio por pensar que los frascos del sótano no estaban llenos de melocotones o peras en almíbar, sino de muertes de niños prematuros o de cosechas devastadas por el granizo hervidos al baño maría para sacarles el aire. Me imaginé a la bisabuela Julia colocando en una orza el incendio de la casa embadurnado en pringue.


Y mientras, ellos, la mala gente, esos incapaces que teníamos por vecinos, dejaban los desastres pulular libremente por su finca. Les importaba un rábano tanto que se acercaran a la fresquera y arrasaran con los víveres del mes, o a la puerta de la valla, siempre abierta, y se escaparan para no volver.

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