domingo, 24 de marzo de 2013

La Atlántida


A la altura del número 23 de la calle Barco, cerca del cruce con la calle Puebla y junto a la tienda de accesorios de lámparas Césedes, suele apostarse todos los días, de tres a seis menos cuarto de la tarde, Gabriel Español Urrutia.

Su obsesivo estudio durante más de 15 años de los 16 libros de La Geografía de Estrabon, traducidos por José Vela Tejada y editados por Gredos en cinco volúmenes, le había llevado a concluir que justo en ese punto del Centro de Madrid una vez estuvo la Atlántida.

Todas las cenas se repetían las mismas acaloradas discusiones con su octogenaria madre. Ésta le censuraba, no tanto su teoría sobre el continente perdido, como la costumbre de sentarse cada día en medio de una calle de Madrid, y pertrechado de un casco, un sismógrafo, tres focos reflectantes y las obras completas de Pomponio Mela, causara la alarma primero y la mofa después del vecindario de Malasaña.

En todo caso Gabriel seguía fiel a su tesis. Pensaba que la Atlántida era un anticontinente, un antilugar donde a diferencia de nuestra realidad existían tres dimensiones temporales y sólo una espacial. El que la física de esta entidad se limitase a una simple curva infinitamente delgada, le hacía concluir que debería reaparecer a través de un punto. Sus cálculos le habían llevado también a pensar que ese regreso se haría en el mismo sitio y a la misma hora donde las fuentes parecían situar la última desaparición del (anti)continente perdido.

Un quince de julio, a eso de las cuatro y media de la tarde, el sismógrafo empezó a registrar unas medidas anormalmente altas. De repente, el suelo comenzó a moverse plásticamente, como la lava de un volcán. Las paredes de los edificios empezaron a arder y los coches a derretirse como helados de horchata. Gabriel cayó al suelo inconsciente.

Desde entonces, además del casco, el sismógrafo, los tres focos reflectantes y las obras completas de Pomponio Mela;  Gabriel nunca olvida su sombrero Panama Jack.

viernes, 22 de marzo de 2013

En familia


Hace dos años acordamos que Fina cribaría las necrológicas del ABC. La fobia de nuestra madre a la malsana moda de los tanatorios que se empieza a imponer entre las clases más pudientes de Madrid,  está obligando a mi hermana a descartar los muertos del Barrio de Salamanca. Una lástima, dice siempre mi padre, que odia los estridentes llantos de la clase obrera del Sur. Pero los cuatro tenemos claro que un velatorio fuera de la casa del finado es otra herejía más post conciliar, como las misas de ahora, sin latín y con esas odiosas guitarras.

Tras elegir candidato y siguiendo las consignas consensuadas en familia, mi hermana elabora un pequeño dossier con la gente que declara en la esquela llorar la ausencia del ausente: hermanos, hijos, esposa, La Casa de Soria en Madrid o el Ilustre Colegio de Administradores de Fincas.

Sobre las 7, cuando mi padre llega del trabajo, montamos los cuatro en el seiscientos camino del velorio. Al llegar, es mi madre la que abre el fuego: sostenida por mi padre, y con una dignidad insoportable,  llora mientras repite de forma sincopada el nombre del finado. Mi hermana y yo vamos detrás, cabizbajos, y acariciando de vez en cuando las canas de mamá. Pero el clímax de la función se alcanza al encontrarnos con la viuda. El estado de ésta, aturdida por el dolor y la falta de sueño, le hacer responder a las condolencias en función de la intensidad con que se las transmitan, lo que nos obliga al único momento de histrionismo de la representación.

Tras dejar a la viuda, nos repartimos entre los corrillos que se van formando por la casa. Mi padre y yo siempre permanecemos juntos. Últimamente la muerte del Su Excelencia el Generalísimo y las incertidumbres sobre el Gobierno de Arias ocupan las mayoría de las conversaciones.

A los cuarenta minutos de llegar toca iniciar la retirada. Los cuatro, casi al unísono, dejamos de participar en las diferentes discusiones. Empezamos a parecer ausentes, miramos insistentemente el reloj y cuando el silencio de nuestros contertulios los permite, lanzamos alguna frase que deje claro la urgencia de nuestra partida.

Nos despedimos amorosamente de la viuda, de los hijos, de los nietos, de los miembros de la presidencia de la Sociedad de Amigos del Botillo; soltamos el "no somos nada” de rigor y en diez minutos ya estamos en La Carretera de Extremadura comentando la calidad de las coronas de flores y de la madera del ataúd. Mi madre numca se cree el dolor de la viuda.

jueves, 21 de marzo de 2013

El ejército de Imre


                                                                                                                              A mi madre
                   
En la primavera de 1905, tras dos años en el ejército de su Majestad Imperial, Imre Bolyai regresó a su Budapest natal desde Galitzia harto de luchas absurdas entre polacos y ucranianos. La muerte de su padre un año antes le había  puesto en el bolsillo 20.000 coronas y el problema de cómo usarlas.

Los consejos de un tío de su difunta madre le animaron a aceptar el traspaso de una tienda de figuritas de plomo, abierta cien años antes y situada en el entresuelo de un edificio de la calle Berkocsis.

Una vez abierto el negocio y pasados tres meses y cuatro clientes, entendió por qué a su tío "el consejero", le llamaban el idiota en la familia.

La desesperación le llevó a aceptar la oferta de convertirse en distribuidor oficial para el Imperio de la doble K de Industrias Hastings, de Frankfurt. Esta empresa, que ya había desbancado a Green y Asociados de Manchester como líder del sector juguetero en Europa,  había desarrollado recientemente un soldadito construido con carne humana y dotado de voluntad. Según le comentó el representante de la empresa estaban trabajando, con éxitos crecientes, en una nueva versión que incorporaba también alma. Le advirtió de todas formas que los prototipos con los que contaban hasta la fecha tenían ciertas carencias espirituales, y que aunque tenían muy lograda la noción de Eternidad, eran todavía incapaces de ser fieles a ningún ser superior omnisciente y todopoderoso.

Se trataba sin duda de una apuesta arriesgada que le obligaría a reformar la tienda para dar cobijo al nuevo producto: construir una cocina para dar de comer a las tropas,  minicaballerizas donde estabular a los pequeños caballos, una armería en la que reparar las armas dañadas en los ejercicios de la tropa, barracones donde instalar a la soldadesca y un edificio aparte donde pudieran vivir los oficiales  con sus familias (tenía claro que sólo a partir de teniente se podría acceder a tal privilegio). Incluso barajó la idea de instalar un burdel para mantener la moral de los hombres, pero lo descartó finalmente ante la negativa de su proveedor de fabricar para él las prostitutas con las que dotarlo.

 Pero una vez hecha la inversión y agotadas las últimas coronas de la herencia, la realidad lo puso de nuevo en su lugar. Si en Alemania el público no sólo acepta, sino que además demanda toda suerte de avances técnicos, el catolicismo de los súbditos del Emperador les hace ser refractarios a todo tipo de chisme inventado después de 1860. Y si además el artefacto tiene raíces prusianas, la desconfianza se convierte en un rechazo casi violento.

 En pocos meses Imre se vio arruinado, frustrado y con la obligación de desmovilizar a toda una división de pequeños húsares del ejército imperial, incapaces de dedicarse a otra cosa que lucir sus casacas y emborracharse con cerveza caliente en el bar del flamante edificio de oficiales.

 Esta historia me la contó él mismo en un comedor del Ejército de Salvación  en la Viena derrotada, triste y por primera vez republicana de 1919. Nos acababan de desmovilizar, y como la ciudad, estábamos cansados y humillados. También me contó que de aquella partida de soldaditos que le llevaron a la ruina, había conservado a dos cabos croatas gracias a los cuales había salvado el pellejo más de una vez durante la guerra.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El maligno en las pequeñas cosas


Odio las bisagras, son testarudas y tiránicas  como una princesita de cuento. Cuando intentas colocar una puerta no te toleran un milímetro de error, no se puede negociar con ellas. Ante tus suplicas de "mira, que más da que el anclaje de abajo apenas llegue, los demás si entran", ellas se mantienen inamovibles, inflexibles ante la evidencia geométrica de que el de abajo no entra. Ni el sudor ni la fatiga de mantener en vilo tan pesada carga las ablanda.

Pero lo más odioso de todo son sus estridentes gritititos cuando les falta aceite. Si para concederte algo son tan germanas, a la hora de pedir se vuelven niñas malcriadas que lloran y lloran pidiendo su caramelo.  Sus llantos agudos, como los de los gatos en celo, resquebrajan la paz del vecindario y te hacen maldecir todo su mundo: la mina de donde se extrajo el hierro, la fundición donde se le dio cuerpo a este demonio y al ferretero, auténtico foco de la infección que contagia a los distraídos vecinos.

A veces sueño que vivo en una cueva, donde las estancias son simples oquedades en la roca. En la que un pequeño túnel me comunica con el exterior y me protege del frío y las alimañas, privado de comodidades modernas pero libre por fin de ese terror metálico.


martes, 19 de marzo de 2013

El padre de Luján


Luján lleva toda la vida vendiendo sonrisas. Aprendió el oficio de su padre, y a éste a su vez le enseñó el hambre. En el Madrid de la Postguerra, entre curas, militares y ruinas la risa era tan deseada como las lentejas o la dignidad.

Creo que fue cenando en casa de José Ángel Murcia, en Lavapies, donde Luján nos contó cómo empezó su padre en este negocio. Fue en abril del treinta y nueve, en el campo de concentración en que los fascistas habían convertido la Plaza de Toros de Badajoz.

Al principio regalaba las sonrisas entre sus compañeros de división, pero el éxito le llevó a  pedir cigarrillos, el aceite de las latas de sardinas o las mondas de las patatas. Tal llegó a ser su fama que incluso los guardias buscaban sus servicios. Una vez, un sargento le cambió una manta por un puñado de carcajadas para la timba que iba a organizar esa noche con algunos compañeros de armas.

Cuando lo soltaron, gracias a la ayuda de un coronel al que había conseguido un buen saco de risas para la boda de su hija embarazada, volvió a Madrid.

Pero de eso, dijo, ya nos hablaría otra noche.



Gracias Teresa.

lunes, 18 de marzo de 2013

La herencia


Una vez el coche quedaba estacionado en la nueva ciudad, los tres hermanos lo abandonaban con un mapa y uno de esos pequeños lápices de IKEA en la mano.

Hans, el pequeño, recorría los principales hoteles del centro de la ciudad acompañado,además, de su vieja libreta si tapas. Apuntaba, a parte del precio de la habitación simple y la doble, las posibles promociones que los hoteles de provincias tienen para las estancias de entre semana. Se interesaba especialmente por el desayuno ya que odiaba los  buffet, pues creía que atentaban contra la ortodoxia del café y la tostada.

Lucask se dirigía a las clínicas. Recababa sus horas de consulta, el instrumental del que disponían y el nombre de los especialistas. Recogía con especial cuidado los apellidos con el fin de detectar la presencia de algún clan médico, tan habituales en las ciudades pequeñas, y a los que su padre tanto odiaba. Por otra parte, tenía especial fijación por los quiroprácticos, algo que sin duda había heredada de su madre, y una enorme indiferencia, que a veces confundía con el odio, hacia los neumólogos. De esto último nadie, ni él mismo, conocía el origen.

Ibrahim, el mediano, que como todos los medianos es el más excéntrico, se encargaba de los burdeles. Su meticulosidad, otro rasgo más de los segundos, le llevaba a descripciones agotadoramente exhaustivas de los lupanares y sus trabajadoras: sus tarifas, medidas, edades, nacionalidad...

 A la tarde, en la cafetería convenida, se encontraban para intercambiar notas y opiniones. Tanto Lucask como Hans tomaban la palabra para sintetizar la información recogida. Normalmente se limitaban a recorrer las cifras y nombres y a comparar con las últimas ciudades visitadas. Ibrahim, tras entregar sus notas y escuchar a sus hermanos, se solía marchar al coche. La muerte de su padre y los problemas con la herencia le habían distanciado de sus hermanos.

domingo, 17 de marzo de 2013

La Escalera


Soledad, Soledad ¿Dónde diablos estará esta negra?- la voz aguda e irregular de la Viuda  se elevaba por la galería del edificio de la calle Arenal donde regentaba una pensión para gente selecta: las putas de Montera y algún que otro albañil de La Mancha.

Voy señora, voy. Maldita vieja amargada- la Negra Soledad arrastraba sus pesadas piernas de más de medio siglo por el pasillo que daba acceso a la mayoría de las habitaciones. Cuando llegó al mostrador de la entrada, donde la viuda había entrado en 1967 y de donde sólo había salido dos veces, esta le preguntó que dónde estaba la escalera.

Debajo señora. Está Debajo, como siempre- dijo la Negra.
Qué harta estoy de mantener a vagos. Pasea tu negro culo hasta donde coño esté esa puta escalera y me la traes. Pero ya!

La Negra Soledad retomó el camino por el que había venido pensando que esta vez no habría nada que hacer. La escalera estaba ya muy mayor, y como el carpintero que cuando deja el oficio solo usa muebles de papel, o el viejo poeta que harto de rimas y belleza decide acabar sus días en compañía de un mero, la escalera se había jurado morir Debajo