A la altura del número 23 de la calle Barco, cerca del cruce
con la calle Puebla y junto a la tienda
de accesorios de lámparas Césedes, suele apostarse todos los días, de tres a
seis menos cuarto de la tarde, Gabriel Español Urrutia.
Su obsesivo estudio durante más de 15 años de los 16 libros
de La Geografía de Estrabon, traducidos por José Vela Tejada y editados por
Gredos en cinco volúmenes, le había llevado a concluir que justo en ese punto
del Centro de Madrid una vez estuvo la Atlántida.
Todas las cenas se repetían las mismas acaloradas
discusiones con su octogenaria madre. Ésta
le censuraba, no tanto su teoría sobre el continente perdido, como la costumbre
de sentarse cada día en medio de una calle de Madrid, y pertrechado de un casco, un sismógrafo, tres
focos reflectantes y las obras completas de Pomponio Mela, causara la alarma
primero y la mofa después del vecindario de Malasaña.
En todo caso Gabriel seguía fiel a su tesis. Pensaba que la
Atlántida era un anticontinente, un antilugar donde a diferencia de nuestra
realidad existían tres dimensiones temporales y sólo una espacial. El que la
física de esta entidad se limitase a una simple curva infinitamente delgada, le
hacía concluir que debería reaparecer a través de un punto. Sus cálculos le
habían llevado también a pensar que ese regreso se haría en el mismo sitio y a
la misma hora donde las fuentes parecían situar la última desaparición del (anti)continente perdido.
Un quince de julio, a eso de las cuatro y media de la tarde,
el sismógrafo empezó a registrar unas medidas anormalmente altas. De repente,
el suelo comenzó a moverse plásticamente, como la lava de un volcán. Las paredes
de los edificios empezaron a arder y los coches a derretirse como helados de
horchata. Gabriel cayó al suelo inconsciente.
Desde entonces, además del casco, el sismógrafo, los tres focos
reflectantes y las obras completas de Pomponio Mela; Gabriel nunca olvida su sombrero Panama Jack.