Hace dos años acordamos
que Fina cribaría las necrológicas del ABC. La fobia de nuestra madre a la
malsana moda de los tanatorios que se empieza a imponer entre las clases más
pudientes de Madrid, está obligando a mi
hermana a descartar los muertos del Barrio de Salamanca. Una lástima, dice
siempre mi padre, que odia los estridentes llantos de la clase obrera del Sur.
Pero los cuatro tenemos claro que un velatorio fuera de la casa del
finado es otra herejía más post conciliar, como las misas de ahora, sin latín y
con esas odiosas guitarras.
Tras elegir candidato y
siguiendo las consignas consensuadas en familia, mi hermana elabora un pequeño
dossier con la gente que declara en la esquela llorar la ausencia del
ausente: hermanos, hijos, esposa, La Casa de Soria en Madrid o el Ilustre Colegio
de Administradores de Fincas.
Sobre las 7, cuando mi
padre llega del trabajo, montamos los cuatro en el seiscientos camino del
velorio. Al llegar, es mi madre la que abre el fuego: sostenida por mi padre, y
con una dignidad insoportable, llora
mientras repite de forma sincopada el nombre del finado. Mi hermana y yo vamos
detrás, cabizbajos, y acariciando de vez en cuando las canas de mamá.
Pero el clímax de la función se alcanza al encontrarnos con la viuda. El estado
de ésta, aturdida por el dolor y la falta de sueño, le hacer responder a las
condolencias en función de la intensidad con que se las transmitan, lo que nos
obliga al único momento de histrionismo de la representación.
Tras dejar a la viuda,
nos repartimos entre los corrillos que se van formando por la casa. Mi padre y
yo siempre permanecemos juntos. Últimamente la muerte del Su Excelencia el
Generalísimo y las incertidumbres sobre el Gobierno de Arias ocupan las mayoría
de las conversaciones.
A los cuarenta minutos de
llegar toca iniciar la retirada. Los cuatro, casi al unísono, dejamos de
participar en las diferentes discusiones. Empezamos a parecer ausentes, miramos insistentemente el reloj y cuando el
silencio de nuestros contertulios los permite, lanzamos alguna frase que deje
claro la urgencia de nuestra partida.
Nos despedimos
amorosamente de la viuda, de los hijos, de los nietos, de los miembros de la
presidencia de la Sociedad de Amigos del Botillo; soltamos el "no somos nada” de rigor y en diez
minutos ya estamos en La Carretera de Extremadura comentando la calidad de las
coronas de flores y de la madera del ataúd. Mi madre numca se cree el dolor de la viuda.
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