A mi madre
En la primavera de 1905, tras dos años en el ejército de su Majestad Imperial, Imre Bolyai regresó a su Budapest natal desde Galitzia harto de luchas absurdas entre polacos y ucranianos. La muerte de su padre un año antes le había puesto en el bolsillo 20.000 coronas y el problema de cómo usarlas.
En la primavera de 1905, tras dos años en el ejército de su Majestad Imperial, Imre Bolyai regresó a su Budapest natal desde Galitzia harto de luchas absurdas entre polacos y ucranianos. La muerte de su padre un año antes le había puesto en el bolsillo 20.000 coronas y el problema de cómo usarlas.
Los consejos de un tío de su difunta madre
le animaron a aceptar el traspaso de una tienda de figuritas de plomo, abierta
cien años antes y situada en el entresuelo de un edificio de la calle
Berkocsis.
Una vez abierto el negocio y pasados tres
meses y cuatro clientes, entendió por qué a su tío "el consejero", le llamaban el
idiota en la familia.
La desesperación le llevó a aceptar la
oferta de convertirse en distribuidor oficial para el Imperio de la doble K de
Industrias Hastings, de Frankfurt. Esta empresa, que ya había desbancado a
Green y Asociados de Manchester como líder del sector juguetero en
Europa, había desarrollado recientemente
un soldadito construido con carne humana y dotado de voluntad. Según le comentó
el representante de la empresa estaban trabajando, con éxitos crecientes, en
una nueva versión que incorporaba también alma. Le advirtió de
todas formas que los prototipos con los que contaban hasta la fecha tenían
ciertas carencias espirituales, y que aunque tenían muy lograda la noción de
Eternidad, eran todavía incapaces de ser fieles a ningún ser superior
omnisciente y todopoderoso.
Se trataba sin duda de una apuesta
arriesgada que le obligaría a reformar la tienda para dar cobijo al nuevo
producto: construir una cocina para dar de comer a las tropas, minicaballerizas donde estabular a los
pequeños caballos, una armería en la que reparar las armas dañadas en los
ejercicios de la tropa, barracones donde instalar a la soldadesca y un edificio
aparte donde pudieran vivir los oficiales
con sus familias (tenía claro que sólo a partir de teniente se podría
acceder a tal privilegio). Incluso barajó la idea de instalar un burdel para
mantener la moral de los hombres, pero lo descartó finalmente ante la negativa
de su proveedor de fabricar para él las prostitutas con las que dotarlo.
Pero
una vez hecha la inversión y agotadas las últimas coronas de la herencia, la
realidad lo puso de nuevo en su lugar. Si en Alemania el público no sólo
acepta, sino que además demanda toda suerte de avances técnicos, el catolicismo
de los súbditos del Emperador les hace ser refractarios a todo tipo de chisme
inventado después de 1860. Y si además el artefacto tiene raíces prusianas, la
desconfianza se convierte en un rechazo casi violento.
En
pocos meses Imre se vio arruinado, frustrado y con la obligación de
desmovilizar a toda una división de pequeños húsares del ejército imperial,
incapaces de dedicarse a otra cosa que lucir sus casacas y emborracharse con
cerveza caliente en el bar del flamante edificio de oficiales.
Esta
historia me la contó él mismo en un comedor del Ejército de Salvación en la Viena derrotada, triste y por primera
vez republicana de 1919. Nos acababan de desmovilizar, y como la ciudad,
estábamos cansados y humillados. También me contó que de aquella partida de
soldaditos que le llevaron a la ruina, había conservado a dos cabos croatas
gracias a los cuales había salvado el pellejo más de una vez durante la guerra.
Curiosa historia!
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