Una vez el coche quedaba estacionado en la nueva ciudad, los tres hermanos lo abandonaban con un mapa y uno de esos pequeños lápices de IKEA en la mano.
Hans, el pequeño, recorría los principales hoteles del centro de la ciudad acompañado,además, de su vieja libreta si tapas. Apuntaba, a parte del precio de la habitación simple y la doble, las posibles promociones que los hoteles de provincias tienen para las estancias de entre semana. Se interesaba especialmente por el desayuno ya que odiaba los buffet, pues creía que atentaban contra la ortodoxia del café y la tostada.
Lucask se dirigía a las clínicas. Recababa sus horas de consulta, el instrumental del que disponían y el nombre de los especialistas. Recogía con especial cuidado los apellidos con el fin de detectar la presencia de algún clan médico, tan habituales en las ciudades pequeñas, y a los que su padre tanto odiaba. Por otra parte, tenía especial fijación por los quiroprácticos, algo que sin duda había heredada de su madre, y una enorme indiferencia, que a veces confundía con el odio, hacia los neumólogos. De esto último nadie, ni él mismo, conocía el origen.
Ibrahim, el mediano, que como todos los medianos es el más excéntrico, se encargaba de los burdeles. Su meticulosidad, otro rasgo más de los segundos, le llevaba a descripciones agotadoramente exhaustivas de los lupanares y sus trabajadoras: sus tarifas, medidas, edades, nacionalidad...
A la tarde, en la cafetería convenida, se encontraban para intercambiar notas y opiniones. Tanto Lucask como Hans tomaban la palabra para sintetizar la información recogida. Normalmente se limitaban a recorrer las cifras y nombres y a comparar con las últimas ciudades visitadas. Ibrahim, tras entregar sus notas y escuchar a sus hermanos, se solía marchar al coche. La muerte de su padre y los problemas con la herencia le habían distanciado de sus hermanos.
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