miércoles, 20 de marzo de 2013
El maligno en las pequeñas cosas
Odio las bisagras, son testarudas y tiránicas como una princesita de cuento. Cuando intentas colocar una puerta no te toleran un milímetro de error, no se puede negociar con ellas. Ante tus suplicas de "mira, que más da que el anclaje de abajo apenas llegue, los demás si entran", ellas se mantienen inamovibles, inflexibles ante la evidencia geométrica de que el de abajo no entra. Ni el sudor ni la fatiga de mantener en vilo tan pesada carga las ablanda.
Pero lo más odioso de todo son sus estridentes gritititos cuando les falta aceite. Si para concederte algo son tan germanas, a la hora de pedir se vuelven niñas malcriadas que lloran y lloran pidiendo su caramelo. Sus llantos agudos, como los de los gatos en celo, resquebrajan la paz del vecindario y te hacen maldecir todo su mundo: la mina de donde se extrajo el hierro, la fundición donde se le dio cuerpo a este demonio y al ferretero, auténtico foco de la infección que contagia a los distraídos vecinos.
A veces sueño que vivo en una cueva, donde las estancias son simples oquedades en la roca. En la que un pequeño túnel me comunica con el exterior y me protege del frío y las alimañas, privado de comodidades modernas pero libre por fin de ese terror metálico.
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Qué bueno! cuánto de arquitectura en este texto!
ResponderEliminarpero que te ha dado Paco? Sigue escribiendo...
ResponderEliminar¡¡Como me gusta esta historia!!
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